Sala de Hospital. André Barré



André Barré es el nombre literario de un médico y escritor chileno. Es un conocido científico, con estudios y cargos importantes en diversos  países del mundo. Jubilado, ha podido entregarse a la literatura, su pasión de toda la vida

Ilustración: Leonor Pérez

Sala de Hospital

El Dr. Alfredo Fernández, a los pies de la cama de una enferma en su sala del Hospital Clínico, apartó su mirada de la historia médica que redactaba, a causa de que escuchó varios pasos sonoros y rápidos en el pasillo de acceso. Al ver hacia la amplia puerta, pudo observar, no sin asombro, a un grupo del personal, algunos vestidos de blanco y otros de azul, que solicitaba permiso para entrar y entregar a la señorita Helena, de la cama siete, los ramos de flores, cajas de chocolates y alhajas que portaban con máximo primor. La sala se inundó de un murmullo y de risas contenidas de las asiladas. La aludida, tímidamente, se sumergió entre sus sábanas con este alboroto.
Impactado, Alfredo no comprendió lo que estaba ocurriendo; por esto, y  en busca de una aclaración, se encaminó a interrogar a su amigo y colega Manuel que se encontraba en la sala vecina.
Esa mañana, tan pronto ingresó a su sala, el Dr. Manuel Díaz se le acercó, presuroso y agitado, para pedirle que lo reemplazara en la atención de sus pacientes, pues tenía un llamado urgente del Convento de las Carmelitas de Claustro, cuyos miembros estaban bajo sus cuidados profesionales.
_Seguro_, le respondió, _vigilaré también a tus pacientes-
_Gracias_, contestó Díaz y salió corriendo mientras se quitaba la capa blanca, lanzándola sobre el mesón de la enfermera que escuchó asombrada la dedicación profesional del médico a las religiosas.
Al día siguiente, el Dr. Fernández observó que habían recibido en su sector a una joven cuya ficha de ingreso estaba firmada por su amigo Manuel. Este se acercó, saludándolo con afecto, y manifestó estar agradecido por su reemplazo; luego, le solicitó que, por tener él mayor experiencia, aceptara la responsabilidad de esa paciente suya del convento y lo mantuviese informado de la evolución. Alfredo asintió.
El día anterior, al concurrir Manuel a la cita de la congregación, no se formó una idea de la causa de la afección de la muchacha, por lo que decidió hospitalizarla en la institución donde ejercía. Era una mujer de unos treinta años, pelo azabache, de piel blanca, con rasgos europeos y bellos, ojos oscuros y expresivos, cejas espesas demarcadas, peso corporal de acuerdo a su estatura. Ahora, Alfredo la tenía a su cargo para la identificación de su patología y recuperación.
Desde hacía varios días la mujer estaba febril, sin un origen evidente. Ya en el nosocomio se le tomó muestras para el laboratorio, se ordenaron radiografías y se llenaron varias hojas solicitando interconsultas. Al practicarle el examen físico, comprobó que era una hermosa mujer: cintura estrecha, caderas amplias, piernas bien formadas, senos pequeños y armónicos con su físico; sin quejarse de cefalea, dolores musculares ni algún signo extraño, salvo su temperatura corporal que persistentemente señalaba 38.5 C°, era una persona que se veía saludable.
Estaba por finalizar la quinta mañana y Fernández, sin tener clara la patología de la monjita, escuchó unos fuertes taconazos en el pasillo de acceso y una ronca voz que preguntaba por el Director del Hospital, a quien quería expresarle sus quejas, y por el médico tratante de su asilada débil, Dr. Manuel Díaz. Compungido este, pero calmo, salió para atender a la Madre Superiora que con decisión jerárquica y amenazante inquiría información sobre Helena, a quien consideró prácticamente secuestrada de su alero místico. Transfigurada en un energúmeno, evocaba a un personaje de terror, quizás a un cuervo, con su hábito oscuro y su toca de puntas. La astuta enfermera de la sala, al escuchar este escándalo, se escabulló para dirigirse a la administración y advertir al Sr. Director de lo que ocurría: una mujer uniformada amenazaba hacer un escándalo. Ella le sugirió no recibirla, ante lo que el Director, Dr. Molina, estuvo de acuerdo e impartió las órdenes pertinentes.
Espantado por el bullicio, el tímido Alfredo saltó por el balcón de su sala, ocultándose tras los matorrales del jardín hospitalario, dejando a Manuel poner la cara y dar explicaciones sobre lo inexplicable a la Madre Jefe, pues los exámenes e interconsultas practicados a la fecha nada habían aclarado. Cuando presintió que el fenómeno se había marchado, regresó al interior para encontrar a Manuel, tirado en un sillón de la enfermería, pálido y sudoroso.
_Tenemos que encontrar la causa de la fiebre de la novicia_, dijo en un suspiro. _De lo contrario, la superiora amenazó con llevársela y soportar con fe el designio divino, sin la colaboración terrenal de nuestra medicina. Y esa decisión no será aceptable para las autoridades del Clínico_, masculló el Dr. Díaz, _siendo nosotros los responsables.
_ ¿Autoridades? ¡Miéchica!_, dijo Alfredo, quién, en ese momento, recordó que el Director del Clínico era un excepcional profesional y profesor de medicina. _Le haré citar en interconsulta para que entreviste a la paciente durante las primeras horas de la mañana.
Un día después, al llegar Fernández, había silencio entre las mujeres. En la semana anterior, por el contrario, se vio un alboroto. La novicia era la causante de saludos matinales con pícaras bromas de tono erótico, mas, el día presente todo era silencio. La joven monjita tapada hasta la frente no se mostraba. Y ¡Oh!, ¡sorpresa!, su hoja de evolución, a la cabecera de la cama, mostraba que la curva de su temperatura corporal iba en descenso.
La enfermera les informó que Helena fue examinada el profesor Molina muy temprano; la había hecho llevar por ella a una habitación privada donde permanecieron, paciente y médico, durante una hora, al cabo de la cual la joven regresó a su lecho, asorochada y silenciosa. El Dr. redactó sus conclusiones en el mesón de la enfermería; luego, entró a la sala para despedirse de la joven enferma con un beso sonoro y se retiró sin explicación alguna. Helena permaneció sumergida bajo el albo cubrecamas por pudor a las indiscreciones. Quizás, por primera vez en su breve vida en gran parte aislada de la agitación mundana, sentía que una extraña y nueva emoción la embargaba hasta su sentir más profundo; todo ocurrió tan rápido e intenso, dejándola anonadada.
Alfredo y Manuel comprendieron de inmediato que el profesor seguiría a cargo de la joven mujer, y tenían que esperar ser llamados para seguir sus instrucciones. Por el momento, aunque callada, la paciente siete terminó por aparecer en superficie, estaba mejorada y aceptó animosa las bromas de sus compañeras.
Como lo pensaron, el Dr. Molina les citó e informó que la enferma Helena estaba sana, física y mentalmente; su síndrome febril era de origen idiopático, ocasionado por el aislamiento riguroso del claustro, y cedería en forma espontánea al llevar una vida normal. Por lo tanto, debía ser dada de alta. Él se pondría en contacto con la Madre Superiora del Convento para entregarle las justificaciones debidas.
Esa tarde se vio salir del Hospital Clínico a una bella mujer de tacones altos, alhajada, vestida elegante y escoltada por personal impecable, para subirse a un cadillac color rojo, descubierto y con el propio Dr. Molina, sonriente, acomodado al volante.

André Barré (S)
Nota: La posible coincidencia de ambientes, personajes y trama, imaginados por su autor con posibles hechos acontecidos en la realidad, es un mero juego del azar. 

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